Aquellos días de mi adolescencia
Julio Gómez F.
Primera Parte.
¡Cuán breve es el tiempo para los mortales! Hoy observo que mis días de oro, que son los años de mi adolescencia, se han ausentado fugazmente, igual que el vuelo de un ave sin retorno.
Eran aquellos, creo, los mejores momentos de mi vida. De esta tierra de tantos recuerdos y tantos instantes de bondades, guardo infinitas e imborrables imágenes y vivencias infantiles, y también sueños y anhelos de tantos muchachos ansiosos de ser héroes y de adueñarse del mundo a cualquier costo.
De Cabral –este pequeño y antiguo territorio, hoy poblado de varios miles de humildes gentes, mujeres y hombres, muchos de ellos pescadores de tradición y labradores de la tierra fértil, que cual lienzo plateado y sin rostro dibujado, se extiende junto al lago dulce y legendario del sur de la Isla Hispaniola--, guardo de él en mi memoria --no sin enfrentar innúmeras adversidades generadas en las precariedades ambientales y culturales que se han interpuesto en la marcha de los años--, lo mejor que he logrado conservar en mi pensamiento de todos aquellos años, cuando apenas era yo un mozalbete juguetón en las aguas del río Yaque, (río histórico y legendario del sur, por cierto), como también lo hacía en las norias de aguas dulces, tan abundantes en Cabral, a las que muchos aquí suelen curiosamente denominarlas ”cabezas de agua”.
Cada una de aquellas cabezas de agua ¡dato tan curioso! Tienen su propio nombre, también legendario y folklórico; como incluso según los más viejos del pueblo, tienen tanto misterio que poseen un alto poder medicinal y curativo.
Recuerdo que en mi niñez, escuchaba las madrugadas los pasos lentos de un cansado, aburrido y no bien tratado caballo, que sumiso estiraba la carreta troteando lento por las calles del pueblo (especialmente en la principal), en las que con voz tenue y constante de arriero práctico (el barrendero del lugar), conocido y tratado por sus conocidos como “Pirito”. Se trataba del único empleado que tenía nombrado el Cabildo para el aseo y la limpieza de la pequeña ciudad; entonces se le oía en las madrugadas ordenarle a su animal; tenia el deber, él sólo y sin ayuda de nadie, de religiosamente barrer y recoger la basura lanzada a las callejas por las poco abundantes familias citadinas que entendían un poco del valor de la higiene y la salud pública, así como de asear el área céntrica del pintoresco y folklórico pueblo rinconero.
En esos años --lo recuerdo--, la basura era arrojada a las calles por las reducidas familias recluidas en las viviendas de madera y palma (no pasaban de tres las techadas de zinc en todo el poblado) que constituían el pueblo. Familias de clase media, por supuesto.
También, en Cabral existía una poco numerosa empleomanía de burócratas estatales: guardias, policías, empleados, pequeños funcionarios, incluyendo los del cabildo, y dirigentes políticos, tal y como existen en la actualidad; sólo que hoy en día son mucho más numerosos los servidores del Estado.
En verdad que uno no alcanza a comprender por qué habiendo en el pueblo cientos de empleados públicos, incluyendo los no menos de trescientos que reciben beneficios del Cabildo local, por lo cual en el municipio ingresa circula cada mes una fabulosa suma masa de dinero, tan suficiente como para que se perciba menos la miseria y la pobreza extrema de mucha gente o del pueblo.
¡Ah!, pero es que en Cabral, en todos sus sectores marginales, han operado y el fenómeno va in c rescindo cada vez con mayor fuerza, decenas de bancas de lotería y muchas bancas de apuestas, como también existen decenas de riferos fijos, hombres y mujeres, y decenas de bares, videos, centros cerveceros, billares, casas de juegos ilegales, casas de citas para parejas y hoteles informales para el amor libre, galleras informales, discretos puestos de venta de droga!.
Guardo en mi memoria las noches de los años 60 y 70 del siglo XX, cuando yo solía despertar en las madrugadas al escuchar el silbido estertóreo de la máquina de Sal y Yeso, que días tras días pasaba próximo al pueblo en dirección al puerto de Barahona, donde más o menos una decena de vagonetas cargadas de sal o de yeso, solían depositaban el mineral. Lo hacían dos y tres veces diario y de noche, a un ritmo incesante y constante.
Muchas veces llegué a pensar –me lamentaba de ello—y aún hoy lo sigo pensando, que esos vagones cargados de sal y/yeso, repetida y multiplicada en toneladas y a un valor de $ 9.50 pesos, que era el valor aproximado de una tonelada de yeso (y a un poco más la de sal), equivalía a miles de millones de toneladas y cientos de miles de millones de pesos el monto de ambos minerales, sustraídos de forma inmisericorde e injusta a los humildes pueblos de Salinas, de Cristóbal y Cabral, dueños únicos y merecedores de dicho importante patrimonio.
¡Pero no! todos esos invaluables recursos, toda esa inmensa riqueza, gran parte de ella debió ser desde el principio ser usada e invertida por los gobiernos d turno a favor del desarrollo y el bienestar de los moradores de los pueblos vecinos, salían de las entrañas de unos pueblos miserables y carentes de bienestar, e iban a parar y a engrosar el patrimonio económico de personas desconocidas, de burócratas que nunca soñaron siquiera ser adinerados.
Entonces, sin entender porqué, sentía entonces una enorme alegría al escuchar la marcha indetenible de la pesada y ruidosa máquina, en tanto yo forzosamente debía levantarme a estudiar las lecciones de las clases de la primaria, la intermedia y la secundaria, ansioso de ser el primero en el curso, sacando unas notas excelentes que muchos compañeros de clase, en competencia, deseábamos obtener; porque si no lo hacíamos, la profesora Luisa Antonia Féliz, del cuarto, por ejemplo, Gloria María Pérez, del sexto, Bienvenido Méndez, del séptimo, de aquellos denodados y consagrados maestros de la primaria, quienes me formaron con tanto celo y espero, que el dolor de sus ocasionales reglasos en las manos abiertas, los sentíamos por varios días. Se trataba de educadores amorosos y entregados a nuestra formación pedagógica.
Para los jóvenes de la época a que me refiero, eran aquellos unos años hermosos, en los que muchos ansiábamos ser en el futuro por lo menos destacados y prometedores profesionales. Tal percepción la tenía yo de mis compañeros Fernando Temístocles Féliz, Romeo Cury, Nelson Nin, Mercedes Acosta, Claudia Lemoniel, Leidis Féliz, Flamarión Batista, Leonidas Batista y otros tantos de mi época.
“¡Qué muchacho éste que se parece a un poeta recitando la clase de memoria!”, solía murmurar de mí en el aula la Profesora Luisa Suárez, quien siempre hablaba con un español castizo y casi perfecto. Los recuerdo cada vez con más cariño al paso de los años!
Yo entonces, sin entender por qué, sentía una enorme alegría cuando escuchaba el ruido matinal de la máquina de sal y yeso; y sé incluso que a esa hora se estaban levantando, para dirigirse al lago dulce, decenas de pescadores del pueblo a realizar su trabajo, el único que la Providencia ha logrado depararles para su supervivencia y como forma de que puedan mitigar su maldad ancestral heredada de sus antepasados, aunque alguien pudiera creer que la han heredado de la propia naturaleza.
No dejaba de atraer y motivar a inquietos y curiosos muchachos como yo, el hecho de ver a los pescadores dirigirse y sumergirse las madrugadas en las aguas frías de la laguna, donde se pasaban horas largas pescando o despescando sus masas y sus corrales, o lanzando (no sin una destreza y una habilidad sorprendente), sus canoas, sus yolas y sus redes; ellos suelen decirles “chinchorros”.
De aquella fura faena los pescadores retornaban unos tras otros, en silencio, unos detrás de otros, en silencio y reflejando en sus rostros y en sus labios un hambre no simulada, que maltrataba sus estómagos vacíos y lacerados. Algunos monologaban con palabras inauditas, como si estuvieran pensando en no retornar al día siguiente y nunca más a la laguna, decididos a no enfrentarse a la misma y dura faena por su propia supervivencia.
No obstante, llegaban a sus bohíos trayendo consigo abundantes cantidades de pescados. Aquí sus mujeres y sus hijos, permanecían largos ratos paradas en la puerta de sus hogares esperando incesante y mirando las aguas del río y de la laguna, a poca distancia, desde donde solían lanzar la mirada, no sólo ansiando en retorno de sus compañeros, sino además para divisar el color azul pálido de las aguas del río Yaque y de la laguna, movidas por un oleaje sinuoso y conservador.
¡Qué vida tan dura y difícil la del hombre cabraleño, sobre todo la de aquellos que nunca tuvieron la oportunidad de ir a la escuela y alfabetizarse, por lo menos lo suficiente como para hacer frente a la dura realidad de la vida! Protesto el hecho de que de tales desgracias se culpe a sus progenitores, pues ellos también fueron iletrados, analfabetos, víctimas del viejo sistema histórico-social que les tocó vivir en su época. Ellos también fueron víctimas y por tanto cosecharon las maldades de la marginación y la exclusión, y lamentablemente debieron traspasarla a las posteriores generaciones.
Todo ello no debió nunca ocurrir, digámoslo con dolor y a viva voz, más no ánimo de derrota y sin sentimiento de esperanza…
Hoy, por ello, nos encontramos siendo parte radical de un pueblito, el nuestro, Cabral –así en diminutivo--, atrapado y envuelto en ese tétrico manto de miseria y de atraso que lo caracteriza, en toda su morfología geográfica; en toda su envoltura histórica, social, moral y cultural…Un organismo físico llamado “pueblo”, en cuyo interior estructural sabemos que lo integran órganos enfermizos o poco alimentados (perdonen el
empleo de todas estas metáforas, pues es con el único interés de transmitir de la manera menos dolorosa tantas desventuras y tantas desgracias que al paso de los tiempos han ocurrido y ocurren en nuestro amado pueblo).
Repito: ¡Qué vida tan dura la del hombre cabraleño!; el de ayer y de hoy, y percibo que quizás también la del cabraleño venidero. Si los que hoy pueden construir un sólido concepto de solidaridad a favor de los oprimidos, ni se colocan de espalda e indiferentes frente al dolor y a la miseria de este pueblo. Las generaciones venideras son nuestra total responsabilidad.
Reconozco que entonces, por mi edad, no entendía ni podría explicarme el porqué sentía yo aquella alegría cuando de madrugada escuchaba el ruido de la máquina de sal y yeso, cuando pitaba con sonido casi irresistible cuando se aproximaba al pueblo por las noches y de madrugada; como tampoco no comprendía la miseria y el dolor que vivían y sentían tantos seres humanos, hombres, mujeres y niños en Cabral y Salinas, y que sólo sabían y podrían sacrificar sus sueños y sus mejores momentos de cada madrugada, para ir a arriesgar sus vidas, su salud de juventud y el calor de sus mujeres y sus niños, en pos de unos cuantos pesos que a duras penas se ganaban pescando en la laguna del pueblo.
No había en realidad otra fuente de vida, y sí existían verdaderas fuentes de la muerte: mucha miseria, mucho alcohol en los bares y en los prostíbulos.
El pueblo era pequeño en aquellos días, y en el curso de los años sigue siendo pequeño: un pueblito, tan pequeño como una ilusión maltratada; en tanto la desilusión de muchos de sus hijos, hombres y mujeres, era y sigue siendo grande.
Pensaba a veces –eso sí--, que la misma máquina, un objeto de metal pero controlado por un operador pobre y trasnochado al servicio de un patrón insensible, se estaba burlando de la miseria de un pueblo a quien ni siquiera se le respetaba su derecho a pasar sus noches tranquilas, y sus gentes laboriosas a disfrutar sus madrugadas de forma placentera en sus hogares paupérrimos.
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