Segunda Parte
JULIO GOMEZ F.
(Autor de Barahona (Cabral)
Yo tenía 18 años cuando la procesión de San Andrés salió del templo católico y comenzaba a recorrer las angostas calles del pueblo de Cabral. Cuatro creyentes (hombres todos y fervientes católicos ellos) cargaban en sus hombros la plataforma en que descansaba la imagen del padre espiritual del pueblo, el Patrón San Andrés.
Eran aproximadamente las 10 de la mañana, y todos los feligreses, hombres, mujeres y niños de distintas edades, vestían ropas blancas marchaban entonando cánticos religiosos. Recuerdo que eran al rededor de un centenar los participantes en la procesión. Se trataba de los últimos adoradores de San Andrés, el antiguo patrón de un pueblo que por mucho tiempo, desde sus ancestros, supo ser devoto, genuinamente católico, aunque poco de cristiano.
Era yo entonces de aquella generación reciente que pensaba y creía en Dios, más no en los santos de papel, de bronce o de yeso, como estaba diseñado el padre espiritual del pueblo y como lo entendían y lo defendían los viejos ancianos del lugar. No éramos ateos en realidad; y todos nosotros –que en cantidad éramos muchos, quizás la mayoría--, los muchachos de la época, nos agolpábamos en las esquinas para contemplar con respeto aquel espectáculo de la fe a la antigua; de muchos viejos devotos vestidos de blanco impecable, entonando cánticos, salves y oraciones cantadas, alusivas al santo de su devoción y llevando en su pecho la imagen de otras imágenes a las que les llamaban “santos”.
Esa mañana miré por un instante al cielo y no había señales de que llovería. Además, San Andrés era, según la vieja tradición del lugar, el protector de las aguas y de los pescadores, al cual en el pasado también lo habían consagrado como su recurso espiritual. Por lo cual, cuando llegaba este día, ……muchos creyentes en las cábalas solían decir: --“Hoy no va a llover”, y así ocurría; no llovía por muchos días.
Recuerdo que antes de la procesión concluir en la puerta de la iglesia, como era la costumbre, no se sabe cómo ni quién, generó un mayúsculo acto de imprudencia, un forcejeo que provocó la estrepitosa caída a tierra de la imagen de San Andrés, a causa de lo cual la estatua perdió un brazo. Ello generó un escándalo durante muchos días y de tan bochornoso suceso fueron acusados los que se oponían a que la iglesia continuara el ritual tradicional de endiosar las imágenes, incluyendo a San Andrés. Decían (los jóvenes, los nuevos católicos) que eso era una práctica desfasada; que la iglesia debía innovarse y ajustarse a los nuevos tiempos que vivía el mundo religioso; que San Andrés no era Dios, que no se podía permitir que el pueblo continuara en el oscurantismo adorando imágenes en vez de Dios, y que Dios estaba en el cielo y en la conciencia de los creyentes…
Recordamos que a partir de ese momento la concurrencia al templo católico fue disminuyendo sustancialmente. Una crisis, un verdadero cisma, en el pueblo católico.
Entretanto, a partir de entonces en Cabral comenzaban a ocurrir continuos sucesos extraños y preocupantes, los que nunca antes se habían presentado, principalmente incendios de viviendas en las barriadas, que alarmaban a la gente, de noche y de día, a creyentes y no creyentes y la tardanza en la caída de lluvia, a causa de lo cual las cosechas languidecían por las prolongadas sequías. Transcurrían años y no caía ni una sola gota de agua lluvia del cielo en el pueblo ni en sus alrededores, en el llano ni en sus campos cercanos; aunque el cielo con frecuencia cubriera de espesas nubes el firmamento; y lo más preocupante de todo par muchos era que las principales fuentes o cabezas de agua del poblado comenzaban a disminuir de forma inexplicable y misteriosa.
Yo les oía decía a algunos viejos católicos octogenarios, que todo lo que ocurría era a causa del disgusto que tenía San Andrés por la ofensa de que había sido victima en el día de su festividad. Los más jóvenes cuando les oían hablar así, sonreían de burla, más no de incredulidad ni de falta de fe.
A causa del disgusto que sentía por lo ocurrido el día de San Andrés, el sacerdote de la Parroquia abandonó el pueblo sin hablar con nadie y no se supo más de él por mucho tiempo. Se marchó disgustado por lo ocurrido en la procesión ese día de San Andrés. Luego se supo que Monseñor Tomas O. Reily, Obispo que tenía su sede en San Juan de la Maguana, había decidido sustituirlo y trasladarlo.
Tiempo después, un nuevo cura fue designado al frente del templo y traído al pueblo; se trataba de Donald Rosse (así se llamaba el flamante cura norteamericano). Este, al arribar al lugar, se identificó de inmediato con las ideas innovadoras exigidas por los católicos transformadores del pueblo; y lo primero que hizo fue sacudir el altar, limpiarlo y pintarlo de arriba abajo, y lo hizo sacando todas las imágenes de los santos y botando una serie de objetos y amuletos que consideraba anacrónicos. Dijo en tono un tanto fuerte que Dios desaprueba la idolatría. Además, comenzó a buscar y a entablar amistad con los jóvenes de la iglesia con ideales innovadores, a quienes los viejos calificaban de comunistas.
Por ello, los viejos católicos reaccionaron molestos y calificaron al sacerdote de “comunista”.
Uno de los clérigos que había pasado toda su vida haciendo las veces de Sacristán, tan consagrado y tan a pecho vivía y llevaba su catolicismo, que incluso llegó casi a enloquecer a causa de las cosas extrañas que presenciaba en el seno de la congregación, o tal vez por el hecho de haberse llevado a su casa la estatua de uno de los santos expulsados del altar por el nuevo sacerdote.
La primera cosa que debió hacer el cura párroco recién llegado, fue una misa, para que volviera a llover en el pueblo, luego de más de dos años de sequía. Ese día acudió al templo acudió tanta gente, que faltó espacio y asientos para acomodar a los cientos de visitantes. Asistieron incluso personas, curiosos y devotos, que nunca antes habían pisado la casa de Dios; incluso muchos que no creían en los santos de yeso y de madera. Aquí todo el mundo oraba por lo mismo: para que lloviera en el pueblo.
Alguien en la puerta, con cierta ingenuidad expresó que era verdad que no llovía por el disgusto del Patrón San Andrés, puesto que fue desairado en su día y había que desagraviarlo. Otros, en cambio, buscando nuevos culpables, les achacaban la seguía a las brujas Goya, Sojina y a otros supuestos viejos brujos del pueblo, quienes –tal era la creencia popular-- valiéndose de oraciones, amarraban las nubes para que no lloviera, porque ellos vivían en casitas de paja de malas condiciones y nunca se mojaban cuando llovía.
Decía la gente que por ello, en tiempos lluviosos caían torrenciales aguaceros en otros lugares cercanos y cuando llegaba cerca del pueblo rinconero el agua se devolvía, se detenía o pasaba de largo y alto por las nubes. Era esa la gran leyenda de antaño que el pueblo conservaba.
Estos comentarios provocaron un murmullo y risas en gran parte de los presentes...
El cura Donald Rosse decidió gestionar el cambio de la patrona del pueblo, que hasta ese momento era San Andrés, por el de la Virgen de los Remedios. De masculino a femenino. Recuerdo que al cambio del patrón San Andrés a la Virgen de los Remedios, para celebrarse el día 8 de septiembre, a los viejos católicos les cayó muy mal, y algunos durante varios días dejaron de concurrir al templo. A mí, particularmente, no me llamó la atención de tal metamorfosis religiosa en Cabral, puesto que yo concebía los asuntos religiosos de otra manera. Incluso, tenia mis reservas respecto a la certeza de la leyenda de los brujas y los brujos amarrar las aguas para que no llueva. Tenía otra visión, por supuesto contraria a muchos de mis amigos ancianos del pueblo que eran fervientes creyentes y defensores de las tradiciones heredadas de sus ancestros.
Y a partir de entonces la iglesia comenzó a experimentar cierto cambio y con ello fue incrementándose la llegada a la congregación de nuevos jóvenes que no deseaban asumir otra religión cristiana, porque junto a los sacerdotes jóvenes y con ideas innovadoras ellos se proponían desarrollar sus ideas de cambio, calificadas por los políticos de turno, locales especialmente, como “comunistas”.
Recuerdo a tantos muchachos de mi generación que teníamos ideales distintos a los viejos feligreses católicos y no católicos: Manuel de Jesús Báez (Chano), Dionisio Féliz, José Miguel Féliz, Mario Ángel Méndez, Carlos Pérez, José Altagracia (Chene.)
En la adolescencia los muchachos del pueblo cometíamos muchas bellaquerías; entre ellas la costumbre de en ocasiones, con la complicidad de Juan, joven también y sacristán de la Iglesia y quien guardaba la llave de la Casa Curial, abríamos la puerta del templo y nos subíamos al campanario, y allí con la imprudencia de siempre, comenzábamos a sonar las campanas de forma persistente, como forma de simular un incendio en algún lugar del pueblo. Este era la primera señal a la comunidad de que se estaba prediciendo un incendio en un lugar, y al escuchar el sonido persistente, todo el mundo corría despavorido al medio de la calle preguntando: ¿dónde es el fuego? ¿Dónde hay fuego?...Y por un rato nadie sabía explicarlo; y las campanas seguían tañendo de forma insistente, y nosotros los muchachos de entonces, los muchachos atrevidos pero sin mala fe, desde lo alto nos manteníamos sonriendo a carcajadas al ver tanta gente en la calle corriendo desesperados de un lugar a otro en busca del fuego.
Pero de pronto, yo u otro muchacho menos sonrientes, al ver la preocupación de la gente, soltábamos de repente la soga del campanario y bajábamos calladitos y corríamos por el patio trasero, y gritábamos: ¡Era mentira, no había fuego!...
Entretanto, el cura del pueblo, que muchas veces se hallaba ausente en su casa sacerdotal, se enteraba cuando llegaba, y como era una persona un tanto liberal y tenía interés en no perder y si en fortalecer su amistad con los muchachos, cuando se enteraba de quiénes eran los responsables de batir las campanas de la iglesia, se conformaba con jalarles suavemente las orejitas de forma cariñosa y cordial, y ellos sonreían amistosamente con el pastor de ovejas. Al menos eso lo hizo con Toño Ferreras y con Milagros Fèliz –dos de los jóvenes de entonces que más concurrían al templo--, con quienes entabló una estrecha y duradera amistad, que perduró hasta el último día de su muerte.
En esos hermosos días, recuerdo que eran jóvenes activos y fieles creyentes y por demás dinámicos y sencillos de la Iglesia, muchachos y muchachas como Mabel Iberca Fèliz Báez, Fresolina Fèliz, Osmundo Fèliz, Jardi Fèliz, Mercedes Fèliz Acosta, Claudia Fèliz, Octaviano Urbàez (Milagros), Claudio Fèliz Bello y otros muchos; todos liderados por David Olivero, quien siempre manifestaba tener vocación, aptitudes y habilidades para un montón de cosas y acciones sanas y provechosas.
Mientras tanto, el pueblo seguía padeciendo la despiadada sequía. Y San Andrés, el guía espiritual, el rey de las aguas y el protector de los pescadores, ya para entonces no se hallaba ocupando un lugar en el santuario del templo. Y muchos en el pueblo decían con resignación: “Cómo cambian los tiempos”…
El tiempo era otro y la iglesia era otra realidad. ¿A quién recurrir ahora para que Dios nos mande agua? –así se preguntaban muchos creyentes presos de ansiedad—. Las tierras feraces de los alrededores de la Laguna Dulce del Rincón antiguo, eran víctimas de una sequía espantosa, lo cual provocaba la aniquilación de cuantiosos rubros agrícolas, y una hambruna pertinaz comenzaba a lacerar los estómagos de mucha gente pobre del lugar.
Los mismos pescadores, los verdaderos y fieles devotos del santo Andrés, se enfilaban temprano en dirección a las aguas de la laguna, afanados en obtener el pescado que les mitigara el hambre de sus familias. Empero unos regresaban por la tarde a sus casas y otros por las madrugadas, volviendo con escasos pescados en sus mochilas. La laguna también se les estaba negando. “¡Es un castigo que Dios nos ha mandado!”, exclamaban algunos con acento de congoja.
Yo vivía a pocos metros del local del Cuerpo de Bomberos, y el sargento de turno ocasionalmente debía los mensajes que le llegaban de repente de alguien, diciendo: “Bombero, hay fuego en el barrio Peñuela”.
Y ahí mismo tomaba el instrumento y comenzaba a emitir el insistente sonido de alarma marcial, anunciando que había un fuego en un lugar del pueblo; y la gente, al escuchar la insistente corneta, comenzaba a salir de sus casas y a correr de un lugar a otro. En tanto que el viejo camión apaga fuego, conducido por un diestro conductor de poca estatura, que permanecía parqueado y lleno del preciado líquido en la rampa en espera del anuncio del próximo fuego, salía desesperado en dirección al barrio del siniestro, llevando varios bomberos montados encima, corriendo tras de sí cientos de personas de todas las edades, ansiosas y en gesto de solidaridad con los afectados.
Eso es lo que yo entonces siempre veía en la gente de mi pueblo… un gesto de solidaridad sin igual en sus momentos más difíciles.
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JULIO GOMEZ F.
(Autor de Barahona (Cabral)
Yo tenía 18 años cuando la procesión de San Andrés salió del templo católico y comenzaba a recorrer las angostas calles del pueblo de Cabral. Cuatro creyentes (hombres todos y fervientes católicos ellos) cargaban en sus hombros la plataforma en que descansaba la imagen del padre espiritual del pueblo, el Patrón San Andrés.
Eran aproximadamente las 10 de la mañana, y todos los feligreses, hombres, mujeres y niños de distintas edades, vestían ropas blancas marchaban entonando cánticos religiosos. Recuerdo que eran al rededor de un centenar los participantes en la procesión. Se trataba de los últimos adoradores de San Andrés, el antiguo patrón de un pueblo que por mucho tiempo, desde sus ancestros, supo ser devoto, genuinamente católico, aunque poco de cristiano.
Era yo entonces de aquella generación reciente que pensaba y creía en Dios, más no en los santos de papel, de bronce o de yeso, como estaba diseñado el padre espiritual del pueblo y como lo entendían y lo defendían los viejos ancianos del lugar. No éramos ateos en realidad; y todos nosotros –que en cantidad éramos muchos, quizás la mayoría--, los muchachos de la época, nos agolpábamos en las esquinas para contemplar con respeto aquel espectáculo de la fe a la antigua; de muchos viejos devotos vestidos de blanco impecable, entonando cánticos, salves y oraciones cantadas, alusivas al santo de su devoción y llevando en su pecho la imagen de otras imágenes a las que les llamaban “santos”.
Esa mañana miré por un instante al cielo y no había señales de que llovería. Además, San Andrés era, según la vieja tradición del lugar, el protector de las aguas y de los pescadores, al cual en el pasado también lo habían consagrado como su recurso espiritual. Por lo cual, cuando llegaba este día, ……muchos creyentes en las cábalas solían decir: --“Hoy no va a llover”, y así ocurría; no llovía por muchos días.
Recuerdo que antes de la procesión concluir en la puerta de la iglesia, como era la costumbre, no se sabe cómo ni quién, generó un mayúsculo acto de imprudencia, un forcejeo que provocó la estrepitosa caída a tierra de la imagen de San Andrés, a causa de lo cual la estatua perdió un brazo. Ello generó un escándalo durante muchos días y de tan bochornoso suceso fueron acusados los que se oponían a que la iglesia continuara el ritual tradicional de endiosar las imágenes, incluyendo a San Andrés. Decían (los jóvenes, los nuevos católicos) que eso era una práctica desfasada; que la iglesia debía innovarse y ajustarse a los nuevos tiempos que vivía el mundo religioso; que San Andrés no era Dios, que no se podía permitir que el pueblo continuara en el oscurantismo adorando imágenes en vez de Dios, y que Dios estaba en el cielo y en la conciencia de los creyentes…
Recordamos que a partir de ese momento la concurrencia al templo católico fue disminuyendo sustancialmente. Una crisis, un verdadero cisma, en el pueblo católico.
Entretanto, a partir de entonces en Cabral comenzaban a ocurrir continuos sucesos extraños y preocupantes, los que nunca antes se habían presentado, principalmente incendios de viviendas en las barriadas, que alarmaban a la gente, de noche y de día, a creyentes y no creyentes y la tardanza en la caída de lluvia, a causa de lo cual las cosechas languidecían por las prolongadas sequías. Transcurrían años y no caía ni una sola gota de agua lluvia del cielo en el pueblo ni en sus alrededores, en el llano ni en sus campos cercanos; aunque el cielo con frecuencia cubriera de espesas nubes el firmamento; y lo más preocupante de todo par muchos era que las principales fuentes o cabezas de agua del poblado comenzaban a disminuir de forma inexplicable y misteriosa.
Yo les oía decía a algunos viejos católicos octogenarios, que todo lo que ocurría era a causa del disgusto que tenía San Andrés por la ofensa de que había sido victima en el día de su festividad. Los más jóvenes cuando les oían hablar así, sonreían de burla, más no de incredulidad ni de falta de fe.
A causa del disgusto que sentía por lo ocurrido el día de San Andrés, el sacerdote de la Parroquia abandonó el pueblo sin hablar con nadie y no se supo más de él por mucho tiempo. Se marchó disgustado por lo ocurrido en la procesión ese día de San Andrés. Luego se supo que Monseñor Tomas O. Reily, Obispo que tenía su sede en San Juan de la Maguana, había decidido sustituirlo y trasladarlo.
Tiempo después, un nuevo cura fue designado al frente del templo y traído al pueblo; se trataba de Donald Rosse (así se llamaba el flamante cura norteamericano). Este, al arribar al lugar, se identificó de inmediato con las ideas innovadoras exigidas por los católicos transformadores del pueblo; y lo primero que hizo fue sacudir el altar, limpiarlo y pintarlo de arriba abajo, y lo hizo sacando todas las imágenes de los santos y botando una serie de objetos y amuletos que consideraba anacrónicos. Dijo en tono un tanto fuerte que Dios desaprueba la idolatría. Además, comenzó a buscar y a entablar amistad con los jóvenes de la iglesia con ideales innovadores, a quienes los viejos calificaban de comunistas.
Por ello, los viejos católicos reaccionaron molestos y calificaron al sacerdote de “comunista”.
Uno de los clérigos que había pasado toda su vida haciendo las veces de Sacristán, tan consagrado y tan a pecho vivía y llevaba su catolicismo, que incluso llegó casi a enloquecer a causa de las cosas extrañas que presenciaba en el seno de la congregación, o tal vez por el hecho de haberse llevado a su casa la estatua de uno de los santos expulsados del altar por el nuevo sacerdote.
La primera cosa que debió hacer el cura párroco recién llegado, fue una misa, para que volviera a llover en el pueblo, luego de más de dos años de sequía. Ese día acudió al templo acudió tanta gente, que faltó espacio y asientos para acomodar a los cientos de visitantes. Asistieron incluso personas, curiosos y devotos, que nunca antes habían pisado la casa de Dios; incluso muchos que no creían en los santos de yeso y de madera. Aquí todo el mundo oraba por lo mismo: para que lloviera en el pueblo.
Alguien en la puerta, con cierta ingenuidad expresó que era verdad que no llovía por el disgusto del Patrón San Andrés, puesto que fue desairado en su día y había que desagraviarlo. Otros, en cambio, buscando nuevos culpables, les achacaban la seguía a las brujas Goya, Sojina y a otros supuestos viejos brujos del pueblo, quienes –tal era la creencia popular-- valiéndose de oraciones, amarraban las nubes para que no lloviera, porque ellos vivían en casitas de paja de malas condiciones y nunca se mojaban cuando llovía.
Decía la gente que por ello, en tiempos lluviosos caían torrenciales aguaceros en otros lugares cercanos y cuando llegaba cerca del pueblo rinconero el agua se devolvía, se detenía o pasaba de largo y alto por las nubes. Era esa la gran leyenda de antaño que el pueblo conservaba.
Estos comentarios provocaron un murmullo y risas en gran parte de los presentes...
El cura Donald Rosse decidió gestionar el cambio de la patrona del pueblo, que hasta ese momento era San Andrés, por el de la Virgen de los Remedios. De masculino a femenino. Recuerdo que al cambio del patrón San Andrés a la Virgen de los Remedios, para celebrarse el día 8 de septiembre, a los viejos católicos les cayó muy mal, y algunos durante varios días dejaron de concurrir al templo. A mí, particularmente, no me llamó la atención de tal metamorfosis religiosa en Cabral, puesto que yo concebía los asuntos religiosos de otra manera. Incluso, tenia mis reservas respecto a la certeza de la leyenda de los brujas y los brujos amarrar las aguas para que no llueva. Tenía otra visión, por supuesto contraria a muchos de mis amigos ancianos del pueblo que eran fervientes creyentes y defensores de las tradiciones heredadas de sus ancestros.
Y a partir de entonces la iglesia comenzó a experimentar cierto cambio y con ello fue incrementándose la llegada a la congregación de nuevos jóvenes que no deseaban asumir otra religión cristiana, porque junto a los sacerdotes jóvenes y con ideas innovadoras ellos se proponían desarrollar sus ideas de cambio, calificadas por los políticos de turno, locales especialmente, como “comunistas”.
Recuerdo a tantos muchachos de mi generación que teníamos ideales distintos a los viejos feligreses católicos y no católicos: Manuel de Jesús Báez (Chano), Dionisio Féliz, José Miguel Féliz, Mario Ángel Méndez, Carlos Pérez, José Altagracia (Chene.)
En la adolescencia los muchachos del pueblo cometíamos muchas bellaquerías; entre ellas la costumbre de en ocasiones, con la complicidad de Juan, joven también y sacristán de la Iglesia y quien guardaba la llave de la Casa Curial, abríamos la puerta del templo y nos subíamos al campanario, y allí con la imprudencia de siempre, comenzábamos a sonar las campanas de forma persistente, como forma de simular un incendio en algún lugar del pueblo. Este era la primera señal a la comunidad de que se estaba prediciendo un incendio en un lugar, y al escuchar el sonido persistente, todo el mundo corría despavorido al medio de la calle preguntando: ¿dónde es el fuego? ¿Dónde hay fuego?...Y por un rato nadie sabía explicarlo; y las campanas seguían tañendo de forma insistente, y nosotros los muchachos de entonces, los muchachos atrevidos pero sin mala fe, desde lo alto nos manteníamos sonriendo a carcajadas al ver tanta gente en la calle corriendo desesperados de un lugar a otro en busca del fuego.
Pero de pronto, yo u otro muchacho menos sonrientes, al ver la preocupación de la gente, soltábamos de repente la soga del campanario y bajábamos calladitos y corríamos por el patio trasero, y gritábamos: ¡Era mentira, no había fuego!...
Entretanto, el cura del pueblo, que muchas veces se hallaba ausente en su casa sacerdotal, se enteraba cuando llegaba, y como era una persona un tanto liberal y tenía interés en no perder y si en fortalecer su amistad con los muchachos, cuando se enteraba de quiénes eran los responsables de batir las campanas de la iglesia, se conformaba con jalarles suavemente las orejitas de forma cariñosa y cordial, y ellos sonreían amistosamente con el pastor de ovejas. Al menos eso lo hizo con Toño Ferreras y con Milagros Fèliz –dos de los jóvenes de entonces que más concurrían al templo--, con quienes entabló una estrecha y duradera amistad, que perduró hasta el último día de su muerte.
En esos hermosos días, recuerdo que eran jóvenes activos y fieles creyentes y por demás dinámicos y sencillos de la Iglesia, muchachos y muchachas como Mabel Iberca Fèliz Báez, Fresolina Fèliz, Osmundo Fèliz, Jardi Fèliz, Mercedes Fèliz Acosta, Claudia Fèliz, Octaviano Urbàez (Milagros), Claudio Fèliz Bello y otros muchos; todos liderados por David Olivero, quien siempre manifestaba tener vocación, aptitudes y habilidades para un montón de cosas y acciones sanas y provechosas.
Mientras tanto, el pueblo seguía padeciendo la despiadada sequía. Y San Andrés, el guía espiritual, el rey de las aguas y el protector de los pescadores, ya para entonces no se hallaba ocupando un lugar en el santuario del templo. Y muchos en el pueblo decían con resignación: “Cómo cambian los tiempos”…
El tiempo era otro y la iglesia era otra realidad. ¿A quién recurrir ahora para que Dios nos mande agua? –así se preguntaban muchos creyentes presos de ansiedad—. Las tierras feraces de los alrededores de la Laguna Dulce del Rincón antiguo, eran víctimas de una sequía espantosa, lo cual provocaba la aniquilación de cuantiosos rubros agrícolas, y una hambruna pertinaz comenzaba a lacerar los estómagos de mucha gente pobre del lugar.
Los mismos pescadores, los verdaderos y fieles devotos del santo Andrés, se enfilaban temprano en dirección a las aguas de la laguna, afanados en obtener el pescado que les mitigara el hambre de sus familias. Empero unos regresaban por la tarde a sus casas y otros por las madrugadas, volviendo con escasos pescados en sus mochilas. La laguna también se les estaba negando. “¡Es un castigo que Dios nos ha mandado!”, exclamaban algunos con acento de congoja.
Yo vivía a pocos metros del local del Cuerpo de Bomberos, y el sargento de turno ocasionalmente debía los mensajes que le llegaban de repente de alguien, diciendo: “Bombero, hay fuego en el barrio Peñuela”.
Y ahí mismo tomaba el instrumento y comenzaba a emitir el insistente sonido de alarma marcial, anunciando que había un fuego en un lugar del pueblo; y la gente, al escuchar la insistente corneta, comenzaba a salir de sus casas y a correr de un lugar a otro. En tanto que el viejo camión apaga fuego, conducido por un diestro conductor de poca estatura, que permanecía parqueado y lleno del preciado líquido en la rampa en espera del anuncio del próximo fuego, salía desesperado en dirección al barrio del siniestro, llevando varios bomberos montados encima, corriendo tras de sí cientos de personas de todas las edades, ansiosas y en gesto de solidaridad con los afectados.
Eso es lo que yo entonces siempre veía en la gente de mi pueblo… un gesto de solidaridad sin igual en sus momentos más difíciles.